domingo, 11 de mayo de 2008

La evangelización en América:
Prédica y escritura.

Yo tengo unas palabras que decir, pocas tal vez, pero llenas de vida.
Y no puedo negarme.
Mas las palabras que yo lance han de ser verdaderas…
Las palabras que yo engendre han de ser portadoras de Dios,
pues los labios que Tú me diste, Señor, están hechos para decir mi alma, y mi alma Te reconoce y Te tiene abrazado.
Michel Quoist de “Oraciones para rezar por la calle”


Alguna vez oímos a un catequista preguntarse cómo habrían hecho los primeros misioneros, en un continente desconocido, unas veces hostil, otras ensoñador, para llegar con la Palabra de Dios al corazón de las culturas precolombinas. Más allá de abusos y despropósitos no puede negarse la heroicidad de aquellos hombres de mirada dura y sotanas arremangadas cruzando cerros y selvas.

Madre y maestra
Hace ya 20 años, Juan Pablo II, en su homilía pronunciada en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, el 27 de enero de 1979, se dirigía a la Madre de Dios y recordaba frente a todo el Episcopado de América Latina los rasgos salientes de la Evangelización: «Tu hijo Jesucristo… es nuestro Maestro.
Todos nosotros aquí reunidos - decía… somos sus discípulos. Somos los sucesores de los Apóstoles, de aquéllos a quienes el Señor dijo. - «Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt. 28,19-20). En efecto, desde que en 1492 comienza la gesta evangelizadora en el Nuevo Mundo, apenas una veintena de años después llega la fe a México… Los caminos de la fe van alargándose sin cesar, y a finales del primer siglo de evangelización las sedes episcopales en el Nuevo Continente son más de setenta, con unos cuatro millones de cristianos… Y a medida que sobre estas tierras se realizaba el mandato de Cristo, a medida que con la gracia del bautismo se multiplicaban por doquier los hijos de la adopción divina, aparece también la Madre… De hecho los primeros misioneros llegados a América, provenientes de tierras de eminente tradición mariana, juntos con los rudimentos de la fe cristiana van enseñando el amor a Ti, Madre de Jesús y de todos los hombres. Y desde que el indio Juan Diego hablar a de la dulce Señora de Tepeyac, Tú Madre de Guadalupe, entras de modo determinante en la vida cristiana del pueblo de México.
No menor ha sido tu presencia en otras partes, donde tus hijos te invocan con tiernos nombres, como Nuestra Señora de Altagracia, de la Aparecida, de Luján y tantos otros no menos entrañables…»
¿Cuál fue la realidad de este proceso evangelizador en lo cultural en general y lo lingüístico en particular? ¿Con qué instrumentos contaron aquellos misioneros para alcanzar aquel mandato evangélico? ¿De qué manera se las ingeniaron aquellos hombres, en condiciones tan adversas, para convertir confrontación en encuentro? ¿Qué herramientas materiales y culturales ayudaron a la evangelización?
Pocas veces en toda su historia la Iglesia realizo una actividad misional mayor que la que se realizo en América después de su descubrimiento. Tiempos y circunstancias difíciles, recursos mínimos, desconocimiento completo de la geografía que en ese momento se estaba diseñando con la intuición, las andanzas y desandanzas de exploradores y misioneros, sin conocimiento previos de las lenguas aborígenes y sin una experiencia misional de tal naturaleza.
Comenta el historiador Juan Carlos Zuretti en su libro «Historia Eclesiástica Argentina» que en «… 1536 se produce la primera ordenanza real sobre la enseñanza en América, hasta principios del siglo XVI la corona y la Iglesia expidieron mas de doscientas ordenes y decretos de carácter general o de índole local relativos a la introducción de los indígenas y a la enseñanza de los hijos de los españoles. En real orden de 1572 Felipe II dispone que los virreyes y gobernadores nombren maestros de primeras letras en todas las cuidades de sus jurisdicciones, y veinte años antes, en el concilio de Lima, se ordena a todos los clérigos que tengan por «muy encomendado las escuelas de los muchachos… y en ellas se enseñe a leer y a escribir y lo demás».
¿Cómo se plasmó esto en medio de las altiplanicies y las selvas? ¿De qué manera se enseñaron y aprendieron las oraciones y nociones doctrinales básicas? Es una larga historia de inculturaciones y mutuas influencias, proceso al cabo del cual ninguno de sus actores seria el mismo. Historia de silencios y voces disonantes. De trazos en la piedra y el papel. De quipus y trocitos de cerámica dispuestos de manera tal que pudieran memorizarse rezos y formulaciones de fe. Códices quemados y enternecedoras tareas de evangelización. Todo formó parte de una historia de la cultura que, en nuestro continente, aún no ha sido escrita.

Y las piedras rezaban…
En México los indígenas que tuvieron que aprender los rezos católicos emplearon de por si su escritura para hacerlo. En la región andina ocurrió otro tanto. En mayo de 1965 el investigador Dick Ibarra Grasso pudo ver en el Museo Arqueológico municipal de Oruro un disco de arcilla, mezclado con paja, de sesenta milímetros de diámetro y de unos siete centímetros de espesor.
En su superficie parecían incrustadas unas cuatrocientas pedrezuelas, trocitos de cerámica, huesillos, y trocitos de vidrio dispuestos en espiral desde el centro hasta la periferia. Algunos de los trocitos de cerámica, especialmente tenían grabadas en su superficie líneas varias, cruces y rombos muy sencillos. Las lositas grabadas con líneas representaban numerales de forma que podían leerse los artículos de la fe y los Diez Mandamientos.
El padre Acosta describió en 1570 estos discos de cerámica: "Fuera de estos quipus de hilos tienen otros de pedrezuelas, por donde puntualmente aprenden las palabras que quieren tomar de memoria; y es cosa de ver a viejos ya caducos con una rueda hecha de pedrezuela para aprender el Padre Nuestro, y con otra el Ave Maria, y con otra el Credo, y saber cual piedra es: que fue concebido del Espíritu Santo y cual: que padeció debajo del poder de Poncio Pilato y no hay mas que verlos enmendar cuando yerran, y toda la enmienda consiste en mirar sus pedrezuelas, que a mi, para hacerme olvidar cuanto se de caro, me bastaría una rueda de esas. De éstas suele haber no pocas de los cementerios de las Iglesias para ese efecto"..
Otro cronista de la época de la conquista, el Inca Gracilazo comenta también: «Los muchachos indios, para tomar de memoria los dichos que han de decir, que se los dan por escrito, se van a los españoles, que saben leer, seglares o sacerdotes, aunque sean de los principales y les suplican, que les lean cuatro o cinco veces el primer renglón, hasta que lo toman de memoria y porque no se les vaya Della, aunque son tenaces, repiten muchas veces cada palabra, señalándola con una piedrecilla, o con granos de semillas de distintos colores, que allá hay, del tamaño de garbanzos, que llaman chuy, y por aquellas señales se acuerdan de las palabras y de esta manera van tomando sus dichos de memoria con facilidad y brevedad, por la mucha diligencia y cuidado que ello ponen».
Para hacerse entender tuvieron los misioneros que aprender los idiomas indígenas y tal importancia se le dio, que el obispo Trejo obligaba a los misioneros, antes de fijar residencia, a dar exactamente de la lengua de Cuzco y sus dialectos.
El aprendizaje era dificultoso; reunía a los niños indígenas y frente a ellos dibujaban un animal, un árbol, etc. El niño lo reconocía y le daba su propio nombre. El enseñante lo repetía hasta pronunciarlo correctamente, anotaba el vocablo y enseguida lo traducía al castellano, haciendo repetir al niño la misma palabra. Fue así como aprendieron los idiomas los padres Bolados, Rivadaneira y Barzana llegando este último a dominar gran cantidad de dialectos.
Santo Toribio, Arzobispo del Perú, autorizó las ediciones del catequismo en quichua, aimara y castellano en 1584 y en el sínodo de 1603 se aceptó y se oficializó el catecismo del padre Bolaños. El Padre Montoya y el Santo Roque Gonzáles realizaron trabajos notables defendiendo la pureza del guaraní.
Del idioma toba se ocupo el padre Artigas, de la lengua de los abipones el padre Dobrishofer, del Querandí el padre Barzona, del Araucano el padre Febrez, del Pehuelche, el padre Guillermo, del Lule y el Tonocoté, el padre Machoni, del Chiquito el padre Suárez, del Guaicurú el padre Sánchez Labrador, pudiéndose aseverar que no hubo dialecto importante que no haya dado fama de estudio a los misioneros.

Una imprenta, por el amor de Dios…
Desde el año 1630 los misioneros jesuitas habían intentado por diversos medios conseguían una imprenta para acceder plasmar parte del conocimiento lingüístico que habían ido cultivando.
Con ella podrían enseñar con mayor rapidez a sus discípulos y facilitar la evangelización entre los aborígenes.
En ese año los superiores de la provincia del Paraguay reunidos en la cuidad de Córdoba consensuaron una solicitud que consideraban apremiante: “Insistentemente pide la Congregación que en nuestro procurador general nos conceda una imprenta para publicar varias obras en lengua indígena sumamente necesarias”.
Un memorial dirigido al General de la Compañía de Jesús insistía en la necesidad de alcanzar ese objetivo y la labor intelectual que se había venido desarrollando en este rincón de América donde crecían las misiones «Hanse escrito Arte y Vocabulario en la lengua de Angola y también en la lengua cacá del valle del Calchaquí, y por no se poder imprimir, si es sin asistente de los que entienden dichas lenguas no se han traído imprimir a Europa; y , por otra parte, para comunicarlos es necesario imprimirlos: suplico a VP, nos mande dar de las provincias de Francia o de Alemania o Flandes, algún hermano que entienda de eso, para que, comprando una imprenta se pueda conseguir ese efecto de tanta importancia para el bien de los almas.»
Sesenta años pasaron de aquel primer pedido al general de la compañía, padre Mucio Vitelleschi, hasta que dos misioneros, uno de ellos alemán, Juan Bautista Neuman y José Serrano llevaron a cabo por si mismos esta empresa.
Con la ayuda de hábiles ayudantes indígenas construyeron una prensa y fundaron los tipos que necesitaron para imprimir en el año 1700 un pequeño volumen con el nombre de «Martirologio Romano» que fue el primer libro impreso en nuestra tierra argentina.
El segundo fue publicado posiblemente en 1704 y es el «Flor Sanctorum» del Padre Rivadareyra, la tercera obra se llamaba "temporal y eterno" del Padre José Eusebio Nieremberg. Su traductor, el padre José Serrano, hace notar que la obra fue "impresa sin gastos así como la ejecución de los caracteres propias de la lengua, peregrinos de la Europa; pues así la imprenta, como las muchas laminas para su realce han sido obras del dedo de Dios, tanto mas admirable cuanto los instrumentos son unos pobres indios, luego son la fe y sin la dirección de los maestros de Europa para que conste que todo es favor del cielo, que quiso por medio tan inopinado enseñar a estos pobres la verdadera fe".
En el año 1709, también en Loreto, adonde fue llevada la imprenta se reimprimió el Martirologio. El séptimo impreso fue un grueso volumen editado en Semana Santa, Maria la Mayor titulado "Vocabulario de la lengua Guaraní", compuesto por el padre Antonio Ruiz de Montoya en el octavo que era una gramática de esa lengua compuesta por el padre Restivo, deja constancia de que es una segunda edición de la obra del padre Montoya, impresa anteriormente en las Misiones.
El noveno incunable, "Explicación Catecismo en Lengua Guaraní", presenta el rasgo de haber sido escrito por Nicolás Yaparaguay, un indio de reconocido talento: que prestó grandes servicios a misioneros a quienes enseño el guaraní. Su vocación de escritor lo llevó a publicar años más tarde "Sermones" y "Ejemplos en Lengua Guaraní".
Desde 1728 no se publico nada más en la imprenta de las misiones: la razón de tal silencio reconoce por causa la escasez de papel y las dificultades con las que tropezaron lo jesuitas para obtenerlo en tiempo oportuno ya que su fabricación no se cuenta entre las muchas industrias fundadas por los ingeniosos misioneros.
La segunda imprenta fue adquirida en Europa también por los jesuitas y llegó a tener una vida mas útil ya que su bien estuvo destinada en un principio a la ciudad de Córdoba donde la actividad cultural y educativa era muy intensa, después de la expulsión de la Compañía de Jesús, fue traída a Buenos Aires por solicitud del Virrey Vertíz. Fue la única en la Capital del Virreinato desde 1780 a 1807; con ella López y Planes imprimio las estrofas del Himno nacional y ella sirvio para editar la Gaceta. También vieron la luz cartillas, catecismo, tesis universitarias y aritméticas:
La imprenta contaba con las siguientes piezas: una prensa de imprimir con su caracol y plancha de cobre con muchas separaciones, cajas de grandes contenidos los tipos de variados caracteres de acero, diferentes tablitas y muebles concernientes a la imprenta y dos prensas de mano para cortar papel.
A principios de febrero de 1770, después de haber recorrido 150 lenguas de desierto llegaba la tropa de carretas que conducía la imprenta de Córdoba a Buenos Aire. A todo esto faltaba un técnico. Entre los casi 25.000 habitantes con que contaba Buenos Aires no había ni un maestro impresor debiendo Vertíz solicitarlo y traerlo de Montevideo para que armara la prensa y reconstruyera los tipos dañados o mal usados.
Esta imprenta fue la única en la capital del Virreinato desde 1780 a 1807.
En ella Cabello y mesa hizo imprimir el primer periódico que ganara la calle en nuestras tierras, el Telégrafo Mercantil, Moreno pudo editar la Gazeta y junto con ella numerosas cartillas, catecismos, tesis universitarias, aritméticas y opúsculos que dinamizaron la aletargada vida cultural del Buenos Aires de la colonia.

El difícil camino de los primeros libros
Entre las luces y sombras de la conquista española el libro se fue abriendo paso con el aporte de los religiosos que acompañaron la fundación y el desarrollo de las primeras cuidades de nuestro territorio.
De hecho, los libros circularon y bastante, a pesar de la legislación vigente desde el siglo XVI que prohibía en las colonias «libros romances y materias profanas y fabulas… porque los indios que supieren leer dándose a ello dejaran los libros de buena y sana doctrina y leyendo los de mentirosas historias aprenderán en ellos malas costumbres y vicios… ».
No obstante ello la ordenanza anterior fue cumplida a medias tintas y, si bien es verdad que se censuraban enérgicamente los libros heréticos, hubo concesiones para los libros necesarios a la cultura común, como los de Spinoza, Bacon y Descartes.
Ya fueron los franciscanos autorizados a pasar a América, o en las expediciones de Pedro de Mendoza, Cabeza de Vaca, del Padre Rivadaneyra o del obispo Victoria, en todas ellas se mencionan autorizaciones para traer libros y existen de algunas hasta el catálogo.
Se dice que los jesuitas al venir al Rió de la Plata acarreaban una cantidad inusitada de libros hasta el momento, al llegar a Córdoba el deán Salcedo incremento dicho número con su selecta biblioteca.
En 1739 el padre Neyra, de la orden de los dominicos, se refería a la valiosa biblioteca que tenia el convento de Santo Domingo en Buenos Aires y diez años más tarde el gobernador Andonaegui hacia constar que los frailes de dicha orden religiosa facilitaban los libros a todo aquel ciudadano porteño que lo necesitara.
En 1796, el obispo Azamor y Ramírez había dejado por testamento su enorme biblioteca a favor «de ésta su Santa Iglesia y de la republica educación y enseñanza». Más de diez años transcurrieron hasta que la Junta de Mayo designara a Mariano Moreno protector de la Biblioteca Publica, a quien poco mas tarde sucedería Manuel de Azcuenaga y bibliotecario al canónigo Segurota y a Fray Cayetano Rodríguez.
Pero fue en realidad el canónigo Luís José Chorroarin quien le imprimiera su mayor dinamismo a la Biblioteca Publica en aquellos primeros años.
La Biblioteca recibió valiosas donaciones de canónigos Francisco Zamudio, Manuel Roo, Diego Zavaleta, de los curas de la Concepción, Monserrat, Morón y la Piedad, de los superiores de las ordenes religiosas, de los curas y obispos del interior como el de Charcas que envió una colección de libros de historia natural, del canónigo Fretes de Chile, que envió obras de medicina o la donación del presbítero Muñoz que mereció una felicitación especial en la Gaceta por la donación de ejemplares y muestras de historia natural e, incluso, el General Manuel Belgrano donó casi toda su biblioteca personal que era de estimable valor.
Entre fervores y claudicaciones, con testimonios de verdadera santidad o esfuerzos mezquinos creció la evangelización con las luces y sombras de los hombres que llevaron a cabo. Aún perviven en la piedra de las Ruinas de San Ignacio los testimonios de los primeros artesanos indígenas que supieron arrancarle al cincel o a la pluma el reflejo de un pasaje evangélico o una imagen venerable. Y allí, grabada en la piedra como en viejos libros apergaminados laten vida y reescritos a la luz de los signos de nuestro tiempo.
Con otros mensajes, con la misma Palabra.